Inicial / Primaria

29 de setiembre de 2023

Lic. Adriana Torres Postiglione, psicóloga de Inicial y Primaria

 

En este tiempo es casi imposible pensar que alguien pueda vivir sin estrés. En este sentido, los seres humanos estamos biológicamente preparados para afrontar situaciones que remiten a un mecanismo, que se dispara frente a la posibilidad de una amenaza y que nos prepara para sobrevivir. Pero, una vez pasada esa situación, nuestro organismo necesita de un tiempo para recuperar energía, reparar algún daño y retomar su equilibrio dinámico. Esto también está determinado biológicamente. Sin embargo, las condiciones de vida actuales (lo acelerado del tiempo, las exigencias laborales, familiares, vinculares, los coletazos de la pandemia, la alimentación, las horas de sueño, etc.) hacen muy difícil que se complete el mecanismo y, por lo tanto, vivimos en modo de estrés permanente.

¿Qué sucede con los niños? 

Por supuesto que los niños también se enfrentan a situaciones de estrés: una mudanza, una enfermedad, la llegada de un hermano, el inicio en el Jardín, los desafíos propios del aprendizaje escolar, las separaciones de seres queridos. Siempre en compañía de un adulto disponible y a medida que la vida se va acomodando, los niños logran «surfear la ola» y volver a la calma.

Pero, desde hace unos cuantos años, constatamos que muchos viven en estrés permanente, debido a que la exigencia de adaptación a una o varias situaciones los sobrepasa totalmente. La vida les demanda más de lo que pueden, entonces aprenden a vivir en constante alerta y, ante pequeñas señales de malestar o incertidumbre, reaccionan con mayor estrés. Así es que encontramos niños desregulados, que no están disponibles para aprender, que no pueden prestar atención, que les cuesta aceptar que existe un otro diferente o igual a ellos, que presentan dificultades para convivir con pares o para seguir reglas de funcionamiento grupal.

Son bien sabidas aquellas circunstancias extremas que superan la capacidad de adaptación de un niño: maltrato, violencia, abuso, abandono. Pero existen muchas otras que no son tan visibles, aunque reales: cuando se apuran los tiempos de desarrollo, cuando nunca se está conforme y se espera mucho más de él, cuando se marcan «a fuego» las equivocaciones, cuando las demostraciones de afecto y valoración son en función de lo que hace y no de lo que es, cuando no se le permite ser él mismo, cuando no se le brinda un ambiente seguro con un encuadre claro y con adultos que temen ubicarse en su lugar y se ponen a la par del niño o, a veces, por debajo, dejando que este tome todas las decisiones.

A todo esto se suma el espejo en el cual los niños se miran. Este espejo somos los adultos. Sabemos que ellos aprenden mucho por imitación y toman de nosotros lo que hacemos y lo que decimos.

Por lo tanto, es muy necesario ser conscientes de qué somos y cómo somos. Lo que menos necesitan los niños son referentes con estrés acumulado que se traduce en adultos reactivos que expulsan de sí todo lo que pasa por su cuerpo y mente sin procesar, sin pensar. Adultos impulsivos, intolerantes, frustrados, con miedo, inseguros. La clave está, entonces, en mirarse primero uno, en encontrar los mecanismos para recuperar la calma, la conexión, el ir más despacio y ofrecerse en la mejor versión.

Esto no significa ser perfectos, sino humanos, amorosos, respetuosos, sensibles, disponibles emocionalmente, con capacidad de repensarse y de reparar cuando uno se equivoca. Los niños necesitan un mundo adulto que pueda pensar por ellos, pero con cabeza y corazón de niño; un mundo que los cuide, los acompañe, los invite a crecer, los anime y los deje ser niños. 

 

Referencia bibliográfica

Ungo, M., Cabrera, C. & Brandino, P.. (2019). Mindfulness. Sanar tu ansiedad. Ediciones B

 

Crédito de imagen: Pixabay, Canva

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