Pastoral

20 de marzo de 2021

Ilustración de una mujer caminante

Lic. Sandra Dos Santos Estellar y Rocío Geymonat Dotti, Pastoral Educativa 

Abraham llevaba ya diez años viviendo en Canaán, pero su esposa Sarai aún no lograba tener hijos. Sarai tenía una esclava egipcia, Agar, a quien ofreció a su marido. Las mujeres como Agar, extranjeras y esclavas, obedecían las órdenes de sus señoras. En este caso, se vio obligada a disponer de su cuerpo para que Abraham tuviera hijos en ella. Agar, embarazada y conocedora de la ley que la obligaría a dar a su hijo a su señora, y frente al maltrato que cotidianamente recibía, un día huyó. 

Cuando llegó al manantial que está en el desierto de Sur, junto al camino que lleva a su Egipto natal, Dios salió a su encuentro y le dijo: «Agar, esclava de Sarai, ¿qué haces aquí? ¿A dónde vas?». Ella le contestó que estaba huyendo. Dios la reconoció y aconsejó. Luego de su encuentro, Agar dijo: «He visto al Dios que me ha visto». Desde entonces, ese manantial se llama Pozo del Dios que vive y todo lo ve. Ese pozo todavía está allí, entre las ciudades de Cadés y Béred, en el desierto de Parán (Génesis 16).

Muchos años después, porque las historias no ocurren en un solo lugar, y la Biblia no fue escrita toda en un mismo momento, Jesús salió de la región de Judea en dirección a Galilea. En plena caminata por tierras desérticas, al rayo del sol, ya acercándose al mediodía, decide parar en un pozo de agua en la región de Sicar. Jesús se sentó junto al pozo y esperó a las/os discípulos, que fueron al pueblo en busca de comida.

En eso, una mujer llegó a sacar agua del pozo. Era la peor hora para esta tarea: imaginemos, hacer fuerza para cargar un balde con el sol a pleno. Por alguna razón, ella iba al pozo al mediodía y no en las tardes, como las demás. Jesús, cansado y sediento, le dijo a la mujer: «Dame un poco de agua». Judíos y samaritanos no se llevaban muy bien en esa época, y la mujer respondió: «¡Pero si usted es judío! ¿Cómo es que me pide agua a mí, que soy samaritana?».

Jesús explicó algunas cosas, la mujer retrucó con otras. Charlaron largo rato, bajo el sol. Hablaron del agua de vida, y Jesús se la prometió; también le habló de Dios y de las Escrituras, y ella de sus antepasados, quienes adoraron a Dios en ese mismo pozo. Descubrieron así una memoria común. A pesar de que muchos no lo creyeron en aquel momento, y muchos otros quizá renieguen aún hoy de esta historia, nosotras creemos en la voz y el relato de esta mujer que habló con el mesías (Evangelio de Juan, capítulo 4).

 

Resignificar encuentros

Una mañana de este verano, una mujer se despertó en su casa de Punta de Rieles. Hace tiempo que intentaba dar el paso, pero le faltaban fuerzas; sin embargo, sintió un impulso. Preparó una mochila y los documentos, tomó de la mano a sus hija/os. Huyó. En el camino, se encontró con un grupo de mujeres que hicieron lo que pudieron con lo que tenían. Apareció un cuarto donde refugiarse, comida y abrigo, y de a poco aparecieron muebles, colchones y libros de cuentos.

En las primeras dos historias los escenarios presentan imágenes bastante recurrentes y significativas en los textos bíblicos. Una es el desierto, despoblado, solitario, lugar árido que para los israelitas representa la soledad, el peligro, la memoria del destierro y el exilio del pueblo. El otro escenario es el pozo, un lugar de encuentro, de refugio, de apoyo y de vida en el sentido más primitivo, pues sacia nuestra necesidad de agua. También encontramos dos símbolos, el agua —vital, necesaria, purificadora—, y el cántaro que hace referencia a la fuente de agua viva, en donde hay frescura de alma, tranquilidad de espíritu, seguridad y confianza, y un deseo inmediato de testificación.

Retomamos la historia de estas dos primeras mujeres que, por diferentes motivos, tuvieron que pasar por el desierto, y que en el pozo encontraron contención y auxilio. Agar fue vista por Dios, la escuchó y personalmente, le habló y la orientó. La mujer samaritana tenía hambre y sed de justicia, y Jesús la miró a los ojos y le habló de igual a igual. 

No sabemos cuáles exactamente fueron los desiertos que atravesó nuestra hermana. Tenemos alguna pista acerca de la contención y el abrazo como pozos; sabemos de las redes que entre mujeres tejemos, y nos preguntamos: ¿cómo construimos estos pozos?, ¿cómo nos preparamos para cuidar y cuidarnos? Somos muchas las mujeres que nos levantamos cada mañana en distintos barrios de Montevideo, en distintos lugares de Uruguay. Algunas buscamos estrategias para alimentar a nuestros hijos, otras vencemos mandatos familiares y nos anotamos a la Universidad, otras enfrentamos los patrones sociales que tanto dolor nos han provocado.

Hoy, este mismo Dios, que es madre y padre ―amoroso y compasivo―, sigue viendo y rescatando mujeres de distintas partes de nuestro Uruguay. El accionar de Dios se hace notar a través de personas sencillas y anónimas que no se cansan de hacer el bien y que dedican parte de su vida a las mujeres perdidas en los desiertos, abismos de la sociedad. Personas comunes que siguen los pasos de Jesús, quizá sin saberlo. 

En este mes de marzo, en que todas las personas y colectivos nos movilizamos respecto a la situación de las mujeres en el mundo, como mujeres de fe ante una nueva Pascua, reafirmamos nuestro compromiso en la lucha frente a los mecanismos de injusticia que oprimen a nuestras compañeras. 

Somos invitadas e invitados a trabajar por una sociedad más justa e inclusiva, en la que cada una pueda gozar de sus derechos plenamente. Somos llamadas y llamados a generar pozos de agua viva: espacios de cuidado, oportunidad y amor, en los que caminar juntas. 

El Evangelio nos guía y nos exige no conformarnos silenciosas frente al dolor de nuestras hermanas. La fe cristiana nos compromete con la justicia de género.

Ilustración: Maximino Cerezo Barredo

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